La consciencia humana -es decir,
el "darse cuenta"- ha supuesto -y aún hoy lo es- un
largo camino de experimentación y reflexión cuya resultante
es la evolución del ser. Y es que, ¿percibimos las cosas
tal como son? ¿Cómo encajan nuestras percepciones con
la realidad objetiva? ¿Existe esa realidad objetiva
tal como nos la presentaban los científicos mecanicistas:
observable, pesable y medible? ¿Cuál es la frontera
que delimita lo subjetivo de lo objetivo?
Los seres humanos tenemos fundamentalmente dos fuentes
de información: una externa -que nos la proporcionan
los sentidos- y otra interna -que proviene de la memoria-.
Si nos detenemos durante un momento a analizar los datos
que percibimos por el primero de esos canales, los sentidos,
nos daremos cuenta de que no es una fuente demasiado
fiable. Un buen ejemplo lo tenemos en esos pasatiempos
basados en dibujos de ilusiones ópticas que nos hacen
confundir tamaños y formas, percibir líneas curvas como
rectas y viceversa. Y es que normalmente no vemos las
cosas tal como son sino como son para nosotros. Algo
que nos lleva a plantearnos si no será el cerebro el
que "construye" nuestra propia realidad en base a una
información que interpreta o traduce de múltiples formas.
Por otra parte, también hemos de tener en cuenta que
nuestro cerebro "selecciona" los estímulos que le llegan
del exterior abriendo más unos sentidos e inhibiendo
otros en función de la acción que vaya a desarrollar
después. Es como si colocáramos un filtro ante todo
lo que sucede a nuestro alrededor y desarrolláramos
una especie de sensibilidad o intencionalidad que potenciaría
algunos aspectos y despreciaría los restantes quedándose
sólo con aquello que le interesa, con lo que es objeto
de su atención. Como si de cuanto sucede alrededor únicamente
fuéramos capaces de ver lo que se muestra bajo el chorro
de luz que arroja una linterna. Todos los objetos iluminados
serían registrados pero no el resto.
Eso nos coloca ante el siguiente postulado: percibimos
no sólo lo que vemos sino lo que queremos ver. Nuestros
ojos, por ejemplo, no perciben con la fidelidad del
objetivo de la cámara de fotos sino que nuestro cerebro
interpreta y adapta la información que recibe del exterior.
Está demostrado que aunque se trate de objetos físicos
no observamos lo que tenemos delante sino lo que llevamos
dentro. Además, la percepción a través de los sentidos
físicos es siempre relativa a un marco de referencias
y, por supuesto, siempre subjetiva. Desde el punto de
vista filosófico podríamos decir que lo que vemos en
realidad son nuestras propias ideas.
Esto es aplicable incluso cuando nos referimos al mundo
de las percepciones más ambiguas -como una sombra sin
forma definida, por ejemplo-. Para alguien con miedo
puede representar un peligro, un enemigo que le ataca;
en cambio, para alguien que tiene obsesiones sexuales
puede ser traducido con un significado erótico.
Hay gran cantidad de experimentos -tanto con animales
como con personas- que demuestran estas afirmaciones:
gatitos recién nacidos a los que se les colocó en un
entorno donde sólo existían barras verticales a su alrededor.
En otra sala, a otro grupo de gatitos se les rodeó de
objetos horizontales. Tras varias semanas de aclimatación,
cuando se les cambió de sala tantos unos como otros
chocaban repetidamente contra los objetos que no eran
capaces de "ver" a pesar de tenerlos ante sus ojos.
En el caso de los seres humanos, los experimentos de
Solomon Asch demostraron que incluso ante una
percepción obvia un sujeto puede negarla si se encuentra
rodeado por otros que aseguran ver algo distinto. La
persona sugestionable es capaz de renunciar a su propio
criterio y convicción para ajustarla a la de los demás.
Eso nos indica que el ser humano -mediante determinadas
técnicas- es capaz de cambiar sus actitudes, sus gustos
y sus tendencias, algo que conocen bien las agencias
de publicidad o los partidos políticos cuando ponen
en marcha su propaganda electoral o las campañas promovidas
por los medios de comunicación de masas. Técnicas que
van a influir, sin duda, sobre los hábitos, las modas,
las ideas, los convencionalismos sociales, los gustos,
etc., de las personas.
Por otra parte, cada uno de los acontecimientos que
hemos vivido desde que nacimos, la educación que hemos
recibido, las ideas que la religión ha implantado en
nuestra mente, las convicciones arraigadas, toda nuestra
experiencia, en suma, conforma un cuerpo de creencias
dentro del cual nos sentimos seguros. Esas creencias
las colocamos a nuestro alrededor como si se tratara
de escudos o barrotes que impiden que las cosas del
exterior nos lleguen; de esa forma nos protegemos del
entorno. Pensamos que las creencias firmes nos hacen
fuertes. De hecho, es bastante habitual oír a alguien
presumir de lo "intocable" de sus ideas. Pero en realidad
lo que sucede es que esas creencias le están proporcionando
a la persona una colección de "filtros" de distintos
colores a través de los cuales va a observar la realidad.
Y eso, en un mundo de interrelaciones personales tan
complejo como el nuestro supone una fuente inagotable
de conflictos. Pues si la información que nos llega
del exterior es seleccionada en base a criterios absolutamente
personales y, además, se mezcla con la que proviene
de la propia experiencia no cabe duda de que un mismo
hecho podrá ser interpretado por cada ser humano de
forma absolutamente personalizada.
Así pues, podríamos decir que la realidad es aquello
que uno admite como posible y que intenta comprobar
mediante la experiencia posterior, que es un hecho;
aunque lo cierto es que nada es real, todo es subjetivo
en función de las creencias internas y sólo vemos aquello
que aceptamos que existe. Sólo eso. De ahí que la defensa
a ultranza de la propia verdad, el empeño en dar testimonio
de la realidad, sea algo absurdo que sólo puede conducirnos
al aislamiento o a la imposición.
El ser humano sólo puede dar testimonio de lo que siente;
todo lo demás son creencias. Los sentimientos se generan
dentro del ser y corresponden a su personalidad interna,
a su parte más esencial, esa que no estaría contaminada
por la educación o la cultura sino que correspondería
al conjunto de sus valores más profundos, a lo innato,
no a lo aprendido.
Para la persona, los sentimientos son una realidad objetiva
independientemente de que se manifiesten o no, o de
dónde o cuando lo hagan. Sin embargo, sí es importante
reconocerlos y expresarlos porque al hacerlo mostramos
nuestra parte más auténtica, que además despertará resonancias
en nuestros seres cercanos. No olvidemos que son las
ideas, las creencias, las concepciones mentales las
que nos separan, las que conforman la auténtica cárcel
donde nos encerramos. Recordemos las palabras de Ghandi:
"Cada día estoy más convencido de que la naturaleza
humana es la misma en todas partes, sin importar la
tierra que se pisa o el cielo que se contempla, y que
cuando uno se acerca a los hombres con confianza y afecto
recibe esos mismos sentimientos quintuplicados".
Muchos grandes filósofos nos hablan de la necesidad
de colocar nuestro punto de apoyo fundamental en el
corazón. Durante mucho tiempo nos hemos polarizado en
el mundo de la mente, del razonamiento a ultranza, y
ello nos ha llevado a manejarnos en un mundo concreto,
a dibujar una realidad que está plagada de fronteras,
unas veces geográficas o sociales pero, las más, puramente
personales.
El siguiente paso para los seres humanos será romper
las propias barreras y romper su soledad deshaciéndose
de sus miedos y aprendiendo a ir hacia los demás saliendo
de la falsa prisión de sus creencias.
Tal vez las voces que ya se empiezan a oír sobre la
necesidad de aprender a pensar con el corazón, la conveniencia
de comunicarse desde el corazón, la importancia de reconocer
los sentimientos, etc., representen un nuevo camino
-difícil de recorrer al principio- que pueda ayudarnos
a identificar nuestras realidades subjetivas con un
espíritu mucho más abierto capaz de captar la riqueza
que proporciona la diversidad de nuestro mundo.
Tal vez sea necesaria la energía extra que proviene
del corazón -como generador de sentimientos- para aunar
en un todo mucho mayor la subjetividad de cada ser como
si cada uno tuviésemos una pieza de un gigantesco puzzle
capaz de conformar juntos una imagen coherente: la de
una realidad con mayúsculas.
María
Pinar Merino