El cultivo de una individualidad sana:poner límites.
Para ser Uno con Todo, como expresa la Filosofía Perenne, primero es necesario ser uno con uno mismo...
Ser invadido. Ser usado. Ser manipulado. Dar de más. Cargar con
problemas que no son propios. Confundir “disculpar” con “permitir que
nos sigan agraviando”. Ser humillado. Ser abusado. Volver a ser
abusado. Negar que se está siendo abusado...
Es claro que muchas personas tienen dificultades psicológicas para poner límites.
Y también que estas dificultades suelen darse muy marcadamente entre
aquellos que aspiran a ejercer valores superiores: quienes están
movidos por un impulso de búsqueda hacia lo Trascendente, o bien
quienes podríamos definir globalmente como “personas de buena
voluntad”, que prestan atención a factores como la solidaridad, la
amabilidad, la confianza en el otro, la tolerancia, el ejercicio de la
compasión, etc..
Quisiera expresar algunas observaciones al respecto de este tema, -a
sabiendas de que abordarlo en profundidad requeriría de una revisión
personalizada, autorreferida, que permitiera investigar cuáles de estos
conceptos se aplican a la propia persona, y cuáles no, tarea que dejaré
en manos de cada lector-. No es mi intención ofrecer recetas de ningún
tipo, ya que se trata de una problemática sumamente delicada, y cada
persona debe encontrar su propio buen proceder según el caso. Pero
ojalá que estas breves referencias sean de utilidad para promover la
autoobservación y la reflexión sensible acerca de este punto. (Y
también quiero aclarar que me voy a focalizar particularmente en lo que
hace a vínculos entre adultos, pues abordar el tema de fijar límites en la crianza requeriría de otros parámetros que hoy obviaré.)
Diría también que, tomando como encuadre de estos comentarios el
enfoque de la Psicología Transpersonal, la verdadera autorrealización
trascendente requiere una revisión profunda de nuestra capacidad de
poner límites, pues ser uno mismo sanamente, auténticamente, implica tener claras las fronteras entre uno y los demás, y ser capaz de expresar claramente la negación a que se vulneren inaceptablemente esas fronteras. “Ser capaz” significa que la persona tendrá habilitada en su interior la potestad de elegir no poner límites ante determinada situación, si así lo decidiera por cualquier razón. Pero se tratará en este caso de una elección consciente, y no de una incapacidad neurótica para hacerlo.
¿Cómo saber si el individuo se está engañando sobre este punto? No
siempre es fácil determinarlo, pero digamos que, generalmente, quien ha
desarrollado la capacidad de poner límites lúcidos...
- propende a establecer y mantener vínculos saludables, sin concesiones insanas;
- se ve menos expuesto a situaciones de abuso psicológico, de invasividad, de manipulación;
- si
circunstancialmente cae en este tipo de trampa, se da cuenta con
rapidez y puede correrse de ese vínculo con igual prontitud, o bien
pautar los límites necesarios.
Muchas son las causas por las cuales determinada persona puede
tener una disfunción que le impida poner límites claros. Citemos algunas de las más importantes:
- Actitud complaciente por necesidad de ser querido, o al menos de no ser rechazado.
- Apego
hacia la persona con la cual se experimenta dificultad de poner
límites, de modo que se siente que si se ejerce esa potestad se
rompería el vínculo “por su culpa”.
- Interpretación
neurótica del concepto de “compasión” o “bondad” y, con ello, temor
culposo a que si se pone límites se es “malo”, “egoísta” o “injusto”.
- Desconfianza respecto del propio criterio de realidad: “¿Estaré siendo justo?” “¿Está abusando de mí, o tiene razón en lo que exige?” “¿No estaré exagerando?”. Con ello, temor a equivocarse.
- Búsqueda
neurótica de la confirmación externa de una creencia fatal: que uno no
vale nada, que sólo merece humillación y abuso como único patrón
vincular. (Con frecuencia esto implica repetir en nuestros vínculos
adultos modalidades afectivas tóxicas con las que fuimos malnutridos
afectivamente desde la niñez.)
- Temor
a que la persona a quien se le pone límites le adjudique a uno el rol
de victimario (sumamente ingrato, por cierto... pero que a veces es el
precio que se debe aceptar para poder desbaratar un circuito vicioso de
vulneración de fronteras interpersonales).
- Aunque
suene amargo, cierta disposición neurótica a, por el contrario, buscar
el rol de víctima: si suspendo el ejercicio de mi capacidad de poner
límites, sin duda lograré que el otro me ubique en tal
condición. Y desde esa disposición neurótica, ser una víctima suele
identificarse con “ser una persona sacrificada”, “inmolarse en nombre
del servicio hacia el otro”, “ser demasiado bueno o ingenuo para este
mundo”, “ser excesivamente espiritual en una sociedad tan vil”... Es
decir, dibujar una imagen ante sí mismo que plantea una dignidad
impropia de la situación real. Cuando esto se da, hay una exacerbación
de distintos mecanismos de defensa que llevan a justificar tanto
la actitud del otro (por qué vulnera mis límites abierta y
repetidamente) como la propia (por qué permito una y otra vez que esto
suceda). Esta disposición neurótica puede ser tan pertinaz que lleve a
que un individuo, una vez disuelto el vínculo con determinado
“victimario”, se las ingenie para conseguir un nuevo y flamante
abusador. Terapia? Urgente!...
Confluencia: perderse en el otro
La incapacidad de poner límites lúcidos implica que en el psiquismo se
han difuminado las fronteras que enmarcan la propia identidad. Y estas
fronteras son indispensables para la salud psicoespiritual. En
el plano de lo Transpersonal “todos somos Uno”. Pero en el nivel de lo
terrenal esa verdad trascendente requiere de una claridad meridiana que
permita discernir “Yo” / “el Otro”. Éso es lo que significa tener un Ego bien constituido.
Y es claro que será imposible, en el viaje hacia lo Transpersonal,
“trascender” un Ego que no se tiene. Esta circunstancia sólo es viable
en una espiritualidad meramente imaginaria.
La disfuncionalidad que implica perderse en el otro recibe un nombre técnico muy apropiado: confluencia.
Tal como un río es indiscernible de aquél sobre el cual ha vertido sus
aguas, la persona que confluye en el psiquismo de otra está vivenciando
un vínculo que, de algún modo, es inexistente. ¿Por qué? Porque para que un vínculo exista hacen falta por lo menos dos individuos. Confluenciar implica que al menos uno de ellos desapareció en el otro.
Cuando una persona confluencia experimenta los siguientes signos/síntomas:
- Pierde
contacto con lo que quiere, con lo que le gusta, con lo que sustenta
sus decisiones, pues todos estos factores han sido reemplazados por la
voluntad o el deseo del otro, aún en las cosas más sencillas.
- Manifiesta
angustia e inseguridad al decir “NO”. El “NO” nos discierne, nos
recorta, nos crea como individuos. Para SER es tan importante saber
decir “SÍ” como poder ejercer la capacidad de decir que “NO”. (Nada
confiable es la persona incapaz de decir que no: la mayor parte de sus
“síes” serán una mentira, -aún sin quererlo-, cimentada en la
sobreadaptación.)
La persona confluenciante necesita entrenar su capacidad de poner límites y de reconocer qué quiere y qué no.
Sólo así podrá perfilar su verdadera identidad, y convertirse en un
individuo. Y sólo así podrá establecer vínculos sanos. Si me pierdo en
el otro, si asumo tareas que no me corresponden, si permito que alguien
viole mi individualidad, no sólo estaré generando enfermedad
intrapsíquica, sino también una enfermedad vincular difícil de sanear.
(Quien tiende a poner límites en exceso y agresivamente, por supuesto,
también encarna una disfunción psicológica. Pero eso será tema para
otra oportunidad...)
La práctica de la diferenciación
Cuando todos estos factores son observables en uno mismo, será entonces necesario encarar una práctica intencional de puesta de límites (lo cual a veces puede hacerse autónomamente, y en otros casos requerirá de ayuda terapéutica).
Este ejercicio será indispensable aunque la persona se equivoque
en ese proceso de aprendizaje (lo cual es muy esperable que suceda,
sobre todo al principio, pues todos solemos equivocarnos en aquello en
lo cual aún no somos muy diestros). Creo que, no obstante, es mejor
equivocarse en función del propio criterio para poner un límite, que creer que se acierta en base al criterio del otro.
Quizás en su exploración de cómo poner límites vaya cometiendo yerros:
tal vez los ponga en exceso, o con demasiada frecuencia, o con la
persona equivocada, o muy tímidamente, o con malos modos... No importa. Es parte del aprendizaje.
Habrá que revisar el día a día para ir haciéndolo cada vez mejor. En
esa práctica será necesario tener en cuenta ante cada instancia de la
vida, por mínima que sea (y sobre todo si hay un otro en juego):
- ¿Qué quiero YO? (Ya sea que elija seguir ese querer, o que, por el contrario, elija conscientemente ceder a veces en mi deseo para dar lugar al otro.)
- ¿Qué me hace mal (o sea, que NO quiero)?
- ¿Cuál
es el modo en que necesito expresar esto poniendo un límite YA? (Con
palabras, con una acción, con silencio, apartándome, con mayor o menor
intensidad...)
- Estar
atento a si buscamos “poner algodones” al límite (dar explicaciones,
disculparse, justificarlo...). A veces un límite suave, (amable,
conversado, convenido), será eficaz. Pero muchas otras sucederá que el
único límite viable sea el que resulte terminante, impenetrable, como
un cartel bien legible que dice “NO PASARÁS”. Aunque cueste, aunque
angustie, aunque a uno mismo le duela... (Como lo describe el I-Ching
en su hexagrama “La Mordedura Tajante”: para ser justo hay que saber poner límites firmes. Y ser justo implica serlo también para consigo mismo...)
Los dos primeros puntos suelen requerir inclusive una revisión
somática, dado que nuestro cuerpo nos avisa cuándo el NO está pulsando
desde nuestras entrañas: contracturas, palpitaciones, disfunciones
orgánicas, espasmos, o aun una vaga inquietud... La persona que no sabe
poner límites lúcidos con frecuencia ha anestesiado la autopercepción
de estos signos somáticos, y necesita re-habilitarla conscientemente.
Y algo más: si no pongo los límites que es necesario establecer, quizás
sin darme cuenta estaré faltando a principios éticos esenciales: si me
dejo abusar, estoy colaborando para que exista un abusador. Si me dejo
usar, estoy cooperando con la comodidad o la negligencia del otro.
Otro aspecto ético que es necesario tener en cuenta es que parte de nuestra obligación existencial es cuidar de nosotros mismos.
Si no lo hacemos, malogramos el sentido y la dirección esencial de
nuestra vida. Aún más: en un sentido Transpersonal, cada uno de
nosotros podría definirse como portador de una porción de lo Sagrado
que viene a este mundo a vivir la experiencia humana (como decía
Teilhard de Chardin). Cada uno de nosotros es un templo. Como tal, es
parte de nuestro deber defender a ese templo de todo aquello que pueda
profanarlo (y dejarse abusar sin duda lo es).
En síntesis: poner límites lúcidos debe ser una función de la
conciencia que evoluciona hacia la sabiduría. Y sólo puede experimentar
la Unidad con todo lo que existe quien puede vivenciarse a sí mismo con
nitidez. Aunque todo este proceso, a veces, cueste caro, vale la pena,
sin duda. VALE LA PENA!
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